martes, 27 de marzo de 2018

Desayuno sobre la hierba


Nuestro extraordinario profesor de Historia del Arte en la Universidad de Los Andes y su Facultad de Humanidades en 1975, fue el Doctor Juan Astorga Anta, un republicano español venido a estas tierras después de la Guerra Civil. Era un anciano rollizo de voz grave y de buen vestir, fue varias veces decano y por ello se le calificaba de militante socialcristiano. Sus clases eran una verdadera delicia, pues contaba unas anécdotas llenas de chispeante ironía. Nunca faltaba a sus clases que comenzaban siempre a las 11 de la mañana, armado de un proyector de diapositivas que manejaba Carlos, su preparador.
Siempre estaba atento a que su asignatura no fuese eliminada de los planes de estudios, pues los dogmáticos marxistas que dominaban en la Facultad la consideraban una mera superestructura, y por ello carente de significación. En esa defensa de la belleza y del arte lo acompañaba el también doctor Simón Noriega, recientemente fallecido. La chatura ideológica no pudo lograr su torvo cometido.
Cierta vez le llevé un recorte de prensa sobre la crítico de arte argentino colombiana Marta Traba y que trataba sobre el museo Guggenheim de Nueva York. Lo leímos antes de iniciar su clase. Desde allí comenzó nuestra amistad sincera. Me recomendó leyese a Herbert Read y su libro anarquista Al diablo con la cultura, que inmediatamente después solicité en la biblioteca Gonzalo Picón Febres. Lo leímos en voz alta en mi cuarto de la avenida 5 Juan María Morales, Miguel Herrera Cuarezma y Gelindo Callígaro Casasola. Aquello fue un deslumbrante descubrimiento.
En cierta ocasión y mientras dictaba su clase se produjo un movimiento sísmico que aterrorizó a los estudiantes y los hizo salir en tropel del salón atropellando la mesa, el proyector y diapositivas que rodaron por el suelo. No pude menos que sorprenderme de la cara de sorpresa del Doctor Astorga ante aquel suceso imprevisto. A la clase siguiente nos da una lección de arquitectura al decir que la estructura del salón de clases era antisísmica haciendo una serie de observaciones sobre los materiales constructivos y la forma en que fueron unidos.

En una mañana lluviosa de Mérida se refirió al sorprendente cuadro de Manet Desayuno sobre la hierba, el cual produjo un escándalo el París en 1863, a tal punto que se le destina al llamado Salón de los Rechazados. Me sorprendió la tez blanca de aquellas mujeres desnudas que se hacían acompañar de dos  caballeros correctamente vestidos. El fusilamiento de Maximiliano fue otra obra de Manet que comentó largamente, pues se le considera un precursor del impresionismo.  Hizo mucho énfasis en la pintura francesa del siglo XIX, los deslumbrantes genios posimpresionistas: Van Gogh, Gaugin y Cézanne. De este último afirma que es el padre de la pintura cubista de Braque y Picasso.  Los autorretratos del holandés fueron estudiados con detalle, sobre todo aquel en la que aparece Van Gogh con una oreja vendada, pues se la había cortado en un ataque esquizofrénico.  
En aquellos años hizo nuestro docente un sueño de su vida, fundar un Museo de Arte Moderno y que ahora lleva merecidamente su nombre. Un día nos dijo que ese museo tenía un gran enemigo en el reloj que con unas campanas anunciaba la salida de unos enanos danzantes  y que determinaban que sus visitantes evacuaran en tropel sus salones para observar aquel espectáculo de mal gusto. Nos reímos a carcajadas.
Cierta vez llegó con la tez más blanca de lo acostumbrado. Parece que le diagnosticaron una enfermedad de cuidado. Hizo referencia a la muerte como el fenómeno más decididamente democrático. Al otro día regresó como siempre, risueño y apacible. Repitió de nuevo su clase sobre Cézanne y su propósito de reducirlo todo a figuras geométricas. Después de medio siglo recuerdo con enorme cariño a este hombre que nos sembró una sensibilidad estética que aun cultivamos con pasión.

Un irlandés en Carora colonial

Atraído por su deseo de vivir después de la muerte y emerger del purgatorio a la brevedad, entra Don Juan Manuel Morfil como hermano de la cofradía del Santísimo Sacramento de la iglesia parroquial de San Juan Bautista de Carora. Ello sucedía a finales del régimen colonial, el 10 de marzo de 1754, cuando este nativo de Dublín, capital del entonces ultra católico Reino de Irlanda, se entera por boca de unos religiosos irlandeses de la existencia, allende al océano, de una ciudad situada en la Provincia de Venezuela, una parte del gigantesco reino de ultramar de su majestad el Rey de España, en la que desde siglos atrás funcionaban unas cofradías o hermandades que eran, a no dudarlo, “Llaves del Reino de los Cielos”.

Estas “estructuras de solidaridad de base religiosa” según las conceptúa el historiador de las mentalidades religiosas Michel Vovelle, se encargaban de darle sepultura a los hermanos fallecidos, acompañarlos al cementerio y a rezarle una gran cantidad de misas, cantadas o no, para aligerar sus salidas de ese tercer lugar de la geografía del más allá sin base bíblica, creado en Francia en el siglo XII, el purgatorio, tal como escribe Jacques Le Goff, el historiador medievalista francésde la Escuela de Anales.  
Era tanta la fama de las cofradías caroreñas que en este empeño siguen a Juan Manuel Morfil el guipuzcoano Hipólito Xavier Tejeda, residente en la villa de San Carlos (Estado Cojedes); Joseph Marcano, avecindado en Caracas; Mariana Mariñas y Narváez también de Caracas; Don Andrés de Patiño, natural de Pontevedra, Reino de Galicia; Don Antonio de Andonegui y Magdalena de Vrain, ambos de la Villa de Motrico, Provincia de Guipúzcoa; Salvador de Alvarado, nativo del Reino de Santa Fe (Colombia) y avecindado en San Carlos; Pedro Hernández Padrón, llamado “el palmero” por haber nacido en La Breña, isla de Palma de Mallorca y residente en San Felipe (Estado Yaracuy); Francisco Xavier Carmona, sargento de una de las compañías de pardos de Carora; Agustín de Mora, alias “El Bello”, natural de Coro, herrero de 29 años y vecino de Carora; Joseph de Andueza, natural del Reino de Navarra, funcionario del cabildo y vecino de esta ciudad; Toribio Lameda, esclavo de Joseph Lameda; el teniente de infantería Juan Peinado, de Caracas; Licenciado Juan Joseph Marcelino Crespo Verde y Betancourt, clérigo y presbítero de esta ciudad; Dr. Don Rafael Alvarado Serrano, cura propio del pueblo de Petare (Estado Miranda); bachiller Pedro Regalado Riera, cura propio de esta parroquia, entre otros muchos más hermanos.
Como se habrá notado, en estas hermandades entraban mujeres y hombres de cualquier estrato social, de cualquier oficio y  de cualquier lugar geográfico. Las cofradías han sido las organizaciones eclesiales en donde se urdió y forjó el tejido social de la Venezuela del presente. Sin las hermandades no se hubiese formado el sentido de la nacionalidad que hizo irrupción a principios del siglo XIX, el 19 de abril de 1810, pues gracias a ellas nos dimos cuenta quienes éramos, dónde estábamos, cuál era nuestro oficio y otros datos resguardados en esa preciosa institución-memoria que es la Iglesia Católica. La Iglesia construye, pues, de esta manera el “padrón de la nacionalidad venezolana, el registro y el censo de lo que fuimos durante trescientos años de coloniaje, condición que asume la Iglesia con gran profesionalismo y seriedad hasta que el presidente Antonio Guzmán Blanco, un francmasón confeso, le arrebata ese excepcional papel después de 1870 al crear el Registro Civil.

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...