miércoles, 26 de septiembre de 2018

Luis Rafael Rojas Docente de aula con orgullo

Tiene su vida repartida entre el Zulia y Carora, pues nace este docente de primaria en San Lorenzo en 1942, y llega a nuestra ciudad en 1957. Su padre, Marcos Ramos, era caroreño, obrero petrolero y militante comunista en la Costa Oriental del Lago de Maracaibo. Se gradúa de maestro en la Normal Rómulo Gallegos  de Cabimas en 1963, y comienza su labor con  adultos en la Villa del Rosario. Luego llega a Carora como maestro a la Escuela Contreras en 1975, en tiempos de los supervisores Pedro Rafael Quiñones y el guatemalteco Ché de Paz. Se jubila como docente de la Escuela Morere en el 2001, después de 34 años de fecundo  magisterio.
Su  infancia y juventud transcurre en el barrio Torrellas. Recuerda  que la Avenida Cementerio era puros  cujisales  y  pilitas  de agua, y que las peleas de los torrelleros con los chamos de Barrio Nuevo era por el dominio del Pozón de  Chicorías.  Allí convivió con 19  hermanos. Se reunían -evoca- a conversar en La Glorieta y  en La Maracaibera. Su padre  lo  desestimulaba diciéndole: ¡busque trabajo!
Su papá se fue al Zulia en la década de 1920. Se  iban  a pie en caravanas y  duraban ocho días  caminando bajo el acecho de feroces tigres hasta  llegar a Mene Grande y Pueblo Nuevo. Lo acompañaron Emilia Túa, Juana Álvarez, Enma Cordero, El Chimo Mogollón, Espíritu Camacho, Pablo Félix. La Guardia Nacional les decomisaba el chimó y los salones de chivo. Allá se desempeñaban como albañiles. Las casas eran de  lata, pero las de los gringos de madera  y  con aire  acondicionado. La Guardia  hurgaba los cielos rasos con las  bayonetas  en búsqueda  de los  panfletos del Partido Comunista  de Venezuela. “¡18 meses estuvo papá preso por comunista en Maracaibo y sin visitas!”, espeta Luis.
Luis  se hizo militante  comunista junto a  Ramos Leal, Ramón Rodríguez, Pablo  Padilla, Aníbal y Ricardo Arroyo. ”Se reunían en el barrio  Carorita en mi casa de la calle Curiel. A mí no me dejaban, dice sonreído,  entrar a las reuniones a las  que a veces llegaba Héctor  Mujica”. Y es que la “zona roja” torrellera comenzaba en la bodega de Lucio  Lucena y llegaba  hasta La Romana”, me  dice. Recuerda que a la  maestra Rosa de Ramos la sacaron de la Escuela Torres los guardias mientras ejercía su magisterio. “Fue inolvidable aquello y me marcó para siempre”.
“Mis  mejores amigos son mis hijos”, asienta. Lleva 50 años casado con Oneida Camacho. Tiene 16 nietos y tres bisnietos, un hijo español. Otros de sus amigos son los borrachitos del Cementerio. Emocionado me dice que el Maestro Alirio Díaz  daba conciertos en la casa de su hermano Numa, y que don Nicanor Graterol ofrecía por los parlantes  de Radio Violeta conservas de tapatapa y catalinas. “Yo fui auxiliar de Juan de Jota Crespo, quien luego  me  casa por el civil”, rememora.
Es católico  practicante y asiste a los actos  religiosos en la iglesia La Coromoto, donde estuvo  el psiquiátrico. “El difunto padre Andrés Sierralta  era mi compadre”, asienta. Lee con frecuencia el libro Maestros, eunucos políticos del maestro Dr.Luis Beltrán Prieto Figueroa, así como a Earle Herrera. “Hoy no hay vocación  ni  sentido  de pertenencia magisterial”, me dice este curtido docente que tiene a mi padre, el profesor Expedito Cortés y a Argenis Graterol como sus maestros y guías.
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¿Es moderna nuestra literatura?

Es una inquietante pregunta que se hace  Octavio Paz, mucho antes de ganar el Premio Nobel de Literatura en 1990.  Escribe  el mexicano un ensayo con esta pregunta turbadora en  Cambridge, Massachusetts, en 1975. Confieso que  he leído muchas veces este escrito, que apenas tiene 11 páginas, y que me ha hecho meditar hasta el aturdimiento. Allí afirma que nuestra literatura tiene  una debilidad, visible sobre todo en el dominio  del  pensamiento crítico, que nos ha llevado a preguntarnos si la literatura hispanoamericana, por más original que  sea y  nos parezca, es realmente moderna.
Para  nuestro asombro, afirma Paz que no es moderna nuestra literatura, y ello lo dice porque lo que hace a una literatura realmente moderna es la crítica, un elemento del cual carecemos los hablantes de la lengua  castellana. Una literatura sin crítica no es moderna o lo es de un modo peculiar o contradictorio. Hay una  ausencia de crítica en Hispanoamérica.
Hemos  tenido –agrega Paz- buena crítica literaria: Bello, Henríquez  Ureña, Rodó, Darío, Alfonso Reyes, Rama, Rodríguez Monegal, Jorge Luis Borges. Lo que  no  tuvimos ni  tenemos son movimientos intelectuales originales. No hay nada comparable en nuestra historia a los hermanos Schlegel; a Coleridge,  Wordsworth; a Mallarmé, al Nuevo Criticismo en Estados Unidos, a Richard y Leavis en Gran Bretaña, a los estructuralistas de París. La razón de esta anomalía es que en nuestra lengua no hemos tenido un verdadero pensamiento crítico ni en el campo de la filosofía ni en el de las ciencias y la historia. Por eso  somos una porción excéntrica  de  Occidente.
Esa excentricidad -agrega- comenzó en el siglo XVII, puesto que no tuvimos Revolución Científica (Kepler, Galileo, Newton); y continuará en el siglo XVIII porque no tuvimos,  sobre todo, un equivalente de la Ilustración y de la  filosofía crítica. Ni con la mejor voluntad podemos comparar  a  los españoles Feijoo o a Jovellanos con Hume, Locke, Diderot, Rousseau, Kant. Allí está la gran ruptura; allí donde comienza la era moderna comienza también nuestra separación.
Nuestra incapacidad  de ponernos a tono con la modernidad ha  producido, oblicuamente, obras literarias únicas y excepcionales. Pero en el campo del pensamiento, la  moral pública  y  la  convivencia social, nuestra excentricidad ha sido funesta: no conocemos la tolerancia, por ello vivimos en una crónica inestabilidad, el desorden, la pasividad, la demagogia y el caudillismo.
Este es fundamentalmente el discutible pensamiento de Paz. ¿Habremos de darle todo el crédito que se merece?  A mi manera de ver, no. El pensador francés Alan Guy, por ejemplo, nos dice que en filosofía hemos mostrado un sorprendente complejo de inferioridad, que creemos equivocadamente que nada de lo ibérico sea profundo y válido. Nos muestra Guy que han sido notables las prospecciones de Andrés Bello, Leopoldo Zea, O´Gorman, José Gaos, Salazar Bondy y Mayz Vallenilla.
Y qué decir de las ciencias naturales, donde destacan los  biólogos chilenos Maturana y Varela y su relevante concepto de autopoiesis; el venezolano Humberto Fernández Morán, creador del prominente concepto de crioultramicrotomia. En el pensamiento sociológico e histórico debemos hacer referencia obligada al semiólogo argentino Walter Mignolo, figura central del llamado poscolonialismo latinoamericano; a José Carlos Mariátegui, un “agonista del socialismo”; a José  Vasconcelos, a quien Keyserling consideraba el más grande pensador de América Latina; y no puedo menos decir que sería una grave omisión no destacar a Gustavo Gutiérrez, a Leonardo Boff, a Frei Betto, quienes crearon la muy original Teología de la Liberación latinoamericana, una verdadera “visiones  del mundo” de  vanguardia. Y más cerca de nosotros, en Colombia, cómo obviar al filósofo Santiago  Castro Gómez, quien  ha deslumbrado  con su Hibrys del punto cero y también  Crítica de la razón latinoamericana.
Al final de cuentas, el viejo y cansado Occidente debería  recoger del Nuevo Mundo Hispanoamericano varias benéficas lecciones de lucidez y de sabiduría.  Cosa nueva y potente se ha estado cocinando entre nosotros, aunque Paz sostenga lo contrario.


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Karl Marx, el moreno de Tréveris

Fue  considerado en  vida  el único  filosofo viviente,  “atraerá  las  miradas  de  toda  Alemania”, se  decía. Una  especie  de  combinación  de  Rousseau, Voltaire,  Holbach,  Heine  y  Hegel. Era  dominante  impetuoso, apasionado, profundamente  serio  e instruido, un dialectico  inquieto,  con  su  inquieta  penetración  judía. Nació  dos  años  antes  que  Engels, en 1818, en  el  seno  de  una  familia  burguesa que había  abjurado del  judaísmo  para  bautizarse  luteranos. Su  infancia  fue  feliz.  Recitaba largos  pasajes  de  Shakespeare  y  Homero. Ya  casado con  la  aristocrática Jenny von  Westphalen se  le  llamaba  “el  jabalí  salvaje”. Rara  vez  se  conoció  un  matrimonio tan  feliz.
Protagonizo borracheras escandalosas, encalabozamientos y hasta  se  batió a duelo con un  militar. Parecía  estar  constantemente  al  borde de  sus capacidades  intelectuales y físicas. En  la  universidad  adquirió  el  habito  de  fumar,  leer  y  trabajar  hasta  bien  entrada  la  noche. Una  hipertrofia intelectual,  dice  Jon Elster. En  Bonn  obtuvo  el  título  de  abogado  en  un  ambiente  impregnado  de  hegelianismo.  Deja  el  derecho  y  se  va  tras  la  filosofía  con el grupo  de los “jóvenes  hegelianos.”  Consumía enormes  cantidades  de  cerveza y de dialéctica. Le  sacaba  dinero a  su padre mientras  escalaba  las  cumbres  del  hegelianismo. No  asistió  a su  funeral, pero  siempre llevó por  el  resto  de sus  días  su  retrato.
Su  tesis  doctoral, dice Tristram Hunt, era de  un  tema  que  parecía  árido en extremo: La  diferencia  entre  la  filosofía  de  Demócrito  y  la  de Epicuro, que  era  una  crítica a la  filosofía alemana  de entonces. Comenzó  a  escribir  en  la  Gazeta  Renana  y  llega  a  ser  su  director. Tenía  las  cualidades  de  un  buen periodista: determinación  para  decir  la  verdad  al poder y  una  audacia  absoluta. En 1847  conoció  a  Engels, dando  comienzo  a  una  de  las  amistades más influyentes  en  el pensamiento  político  de  Occidente. Fue Engels, y  no Marx, el  redactor del primer  gran  documento del socialismo  científico: La situación  de la clase obrera en Inglaterra, publicado  en  1845.  Y  fue Engels quien  le  proporciona a Marx la valiosa información  de cómo  funciona  el  capitalismo, pues  su padre tenía  una fábrica textil algodonera en  Manchester, Inglaterra. Allí laboraba y  enviaba a su amigo  dinero, quien redactaba El Capital pasando largas temporadas  investigando  en el Museo Británico,  y  con  ello mantenía la familia de su amigo.
En 1848 ellos redactaron El Manifiesto  Comunista, un  documento  indispensable para conocer  el mundo contemporáneo. Hobsbawm sostiene  que es el documento más influyente desde la Declaración  de los Derechos del hombre  de  la Revolución Francesa.  Sigue  siendo un clásico aún después de la caída  de la Unión Soviética.
El  primer volumen de  el capital apareció  en 1867  y tuvo la idea de  dedicárselo a  Charles  Darwin, lo que  no  se  llevó a  efecto. “Darwin  redescubre  entre las  bestias y las  plantas  la esencia  de la sociedad inglesa”, escribe Marx.  El segundo volumen no  lo vieron  sus  mortales  ojos, pues  sería  Engels el  encargado de publicarlo en  1885, dos  años  luego  de su  muerte. Engels  descubre que su  amigo había  saboteado  su obra maestra al  haber  caído en una grave procrastinación: postergar demasiado la redacción, irse por la  tangente, su  voracidad  característica lo empujaba a recolectar cada vez  más  pruebas. Esos  estudios  detallados lo mantuvieron atascado años enteros.
Marx  fue el primero en mostrar el  carácter intransigente, implacable y compulsivamente  destructivo del capitalismo, que no  ha dejado entre los  hombres otro  nexo que el interés  desnudo, el insensible  “pago  en efectivo”. Ha  ahogado los  éxtasis  más celestiales del fervor  religioso, del entusiasmo  caballeresco y  del  sentimentalismo pequeño  burgués en las  heladas aguas  del cálculo egoísta, dice El Manifiesto.  Reveló  cómo  el capitalismo destrozaba  a su paso idiomas, culturas, tradiciones e incluso  naciones  enteras. Es el primer  gran teórico de la globalización. Un  individuo  regordete, encantador y asombrosamente contemporáneo.

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...