sábado, 8 de marzo de 2014

Caminito que un día: Un libro de Luis Eduardo Cortés Riera





 Recibí en Sanare, Estado Lara, de manos de José Numa Rojas, Cronista Oficial del Municipio Torres, un libro que es un importante capítulo de la historia educacional de Carora capital de aquel Municipio: La historia del Colegio La Esperanza desde 1890 hasta su transformación en Colegio Federal en 1937.
Es un excelente trabajo presentado como tesis para obtener la Maestría en Historia de la Universidad José María Vargas, Caracas, que obtuvo la aprobación de un calificado jurado académico constituido por los doctores Federico Brito Figueroa, el ex ministro de Educación Rafael Fernández Heres y Reinaldo Rojas, como su tutor.
En cinco capítulos Cortés Riera establece los conceptos historiográficos que lo guiaron para elaborar su Tesis; estudia la realidad socioeconómica, cultural y religiosa de Carora en el tiempo de su interés analítico; examina los antecedentes históricos de la educación caroreña hasta la fundación del Colegio La Esperanza en 1890; muestra en sustantiva síntesis todo cuanto concierne a la vida de este Instituto, motivo de su estudio y termina con un esbozo biográfico del Doctor Ramón Pompilio Oropeza Álvarez, su  Rector fundador.
Los comentarios que he leído acerca de esta obra del licenciado Cortés Riera en los últimos días son, como tenían que ser, sumamente elogiosos y el prólogo de su tutor, el Dr. Reinaldo Rojas, para quien esta Tesis es un “importante aporte a la historia de la educación caroreña, larense y venezolana en general”, me permiten obviar los elogios que se merece un trabajo de esta calidad, para cuya confección fueron necesarios varios años de investigación, de estudio y de trabajo redaccional que contó además con la asesoría y recomendaciones atinadas de los especialistas en historia, como el de cualquier otra ciencia, no es trabajo de improvisación y apresuramientos y que, como disciplina científica moderna debe disponer, para su ejercicio, de instrumentos académicos, de sujeción metodológica apropiada y de espíritu reflexivo, ponderado y riguroso que garanticen una elevada calidad al resultado final.

Con este libro el licenciado Luis Eduardo Cortés Riera se encamina al ejercicio profesional con todas las posibilidades a su favor; excelente preparación académica, gran capacidad analítica de las fuentes, un trabajo con evidentes valores redaccionales (buen decir, lenguaje apropiado, discurso ameno) que dan a la obra un valor adicional, calidad pedagógica para todo tipo de lector.


Dos reflexiones haremos al calor de la lectura:
La primera referida al esbozo sobre el Dr. Ramón Pompilio Oropeza, en el cual, quizás más que en el resto de la obra, Cortés Riera revela una asombrosa capacidad en el género, como pocas veces puede verse en nuestro país, este esbozo es un análisis profundo de un hombre “de su tierra, amoldada a su sociedad y a las tradiciones seculares de la Ciudad Levítica y metafísica que teme a Dios”.

Ignoro, claro está, los proyectos intelectuales del licenciado Cortés Riera, pero me atrevería a sugerirle que en ellos, tome en cuenta esta evidente virtud suya para dedicar su interés en el estudio de algunos personajes larenses -o caroreños- que tanto significan para nosotros, que hasta ahora se nos haya demostrado que verdaderamente son dignos de esta distinción colectiva.

Lo otro es que, estando de acuerdo con las Consideraciones Finales  de la Tesis (página 157), particularmente la primera, le planteamos a Cortés Riera una inquietud que hemos padecido desde ya hace muchos años cuando percibíamos que Venezuela, que sus gobiernos, su economía, era producto del interés de los grupos económicamente dominantes y para su casi exclusivo beneficio: ¿Cabría plantearse otra posibilidad de desarrollo en el país, una posibilidad en la que, incluso sin descartar la participación de esos grupos que han sido dueños de nuestro destino histórico, el país se reconstruya para beneficio de todos?

Los “cara coloradas” de Carora, como los otros grupos documentados en el resto del país, tuvieron para sus hijos la educación que creyeron apropiada; la que formó gente, no para el desarrollo de la región, sino para la conservación de sus privilegios, gente para el ejercicio del poder en cualquiera de sus manifestaciones. Cuando lo necesitaron, los programas de estudio aparentemente desfasados, decimonónicos, recibieron las modificaciones que justamente necesitaban los topógrafos (Agrimensores Públicos) por ejemplo, para la validación de la propiedad de sus tierras que, hasta ese momento, nadie les disputó. No necesitaron educar a los venezolanos hasta que la mano de obra no necesitó ser mejor calificada.

¿Qué educación necesitaría un pueblo, o una Nación, no para desarrollarse y progresar sino para ser feliz con inteligente y humano aprovechamiento de sus recursos? Y, finalmente, ¿son de admirar los hombres que nos han conducido y los valores que representan?

Confieso que a la luz de mis propios análisis, en referencia con la historia de este Municipio Iribarren del que soy Cronista Oficial, en mi mente bullen muchas dudas al respecto.
Alberto Ramón Querales Montes.
Cronista Oficial del Municipio Iribarren.

Artículo de opinión aparecido en el diario El Impulso. Barquisimeto, Estado Lara, Venezuela, lunes 11 de mayo de 1998. Página A2.

El libro al cual se refiere Alberto Ramón Querales Montes tiene como título: Del Colegio La Esperanza al Colegio Federal Carora, 1890-1937. Fondo Editorial de la Alcaldía del Municipio Torres, Fondo Editorial Buría. Colección Historia de la Educación en el Estado Lara. Serie Instituciones Educativas. Nº 1. Carora, 1997. 166 páginas. Tipografía  Litografía Horizonte, Barquisimeto. Corrección, levantamiento de texto y diseño de la portada por Juan Alonso Molina Morales.
Su autor es el ahora Doctor en Historia por la Universidad Santa María de Caracas, 2003, docente del Doctorado en Cultura Latinoamericana y Caribeña, UPEL-Barquisimeto, y desde 2008 Cronista Oficial del Municipio G/D Pedro León Torres, Carora, Estado Lara, República Bolivariana de Venezuela.

Elisio Jiménez Sierra. Exquisito personero de la nostalgia



Este eximio y universal literato venezolano nació en la Atarigua Vieja, Parroquia Castañeda del entonces Distrito Torres, el lunes 20 de octubre de 1919. En los días que el agua estaba a punto de sepultar su aldea, la fue a visitar tras largos años de ausencia en Caraballeda y Caracas. Otro tanto hizo cuando un movimiento telúrico azotó este sufrido conglomerado humano del semiárido larense, que, paradójicamente, fue ahogada por millones de toneladas de agua de la Represa Cuatricentenaria.

Hizo sus primeras letras en la Escuela Federal Nº 1324, bajo la tutela de Don Gil Arturo Zambrano. Aprendió a tocar la mandolina con Jacobo Pérez y hasta formó parte de un cuarteto de serenateros bajo las estrelladas noches atariguenses, me dice Alcides Tovar, cronista sentimental de este simpático villorio situado, desde su fundación en 1850, en las márgenes de la Quebrada de La Raíz y las orillas del “Nilo de Centroccidente”, el Río Tocuyo.

Se traslada luego a la rancia y añeja ciudad de Carora a estudiar bachillerato en su Colegio Federal cuando contaba 20 años de edad. Fue, pues, en 1940 cuando lo inscribe en tal instituto Don Pompilio Jiménez Lara, quizá un tío suyo. Allí cursa en primer año las asignaturas Aritmética Razonada, Castellano, Francés, Geografía e Historia Universales, Botánica, Latín y Dibujo, según reza el Libro de Matrícula de tal Colegio en los folios 152-153.

Entre sus compañeros de estudio se encuentran Alfredo Franco, Ignacio Ramos, María Luisa Herrera, Pedro José Zubillaga, Ricardo Meléndez Silva, Rafael Ángel Oropeza, Ligia Zubillaga, el futuro historiador autodidacta Luis Oropeza Vásquez, Edgar Yajure, Eddie Morales Crespo, Aníbal Aldazoro, Julio Rafael Mármol, Elvira Herrera, Evangelina Sierralta, Sofía Gutiérrez, María Cristina Yépez, Carmen María Leal, Eglé González, Marco Fernández, Carmen Angelina Villegas,  Marcos Fernández, María Salomé Riera, entre otros.

En ese instituto de secundaria que aún tenía cierto aliento decimonónico, y que había fundado el Dr. Ramón Pompilio Oropeza en 1890 con el nombre de Colegio La Esperanza, compartió el joven Elisio con alumnos de cuarto año, tales como Homero Alvarez, Pedro Manuel Álvarez, el futuro y ya seguro poeta Alí Lameda, Miguel Alberto Meléndez, René Verde Pérez, Ana Luisa Suárez, Jacobo Vásquez, Adolfo Valera, Juan José Pérez, Diógenes Crespo.

En esos años frecuenta la casa de habitación de Don Cecilio “Chío” Zubillaga, con quien comparte su odio a las injusticias de los jefes civiles, por lo que en cierta ocasión fue reclutado en su aldea y enviado a Carora, pero su padre logra su libertad. Hace amistad con el escritor Antonio Crespo Meléndez, el padre del vate Luis Alberto. Con la prematura muerte de su papá regresa a Atarigua para hacerse cargo del negocio paterno, pero como comerciante era muy malo y muy pronto quebró.

En 1940 se muda a Barquisimeto y entraba amistad con la motivadora de la cultura Casta J. Riera. Publica en 1942 su ópera prima con prólogo de Hermann Garmendia: Archipiélago doliente. El poemario Sonata de los sueños verá la luz en 1950, en tanto que El peregrino de la nave anclada lo hará en 1958. Psicografía del Padre Borges es de 1971, La venus venezolana (1971), Los puertos de la última bohemia, Exploración de la selva oscura. Ensayos sobre Dante y Petrarca (2000) La aldea sumergida (2007).

El mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de literatura, se refirió a Elisio Jiménez Sierra en elogiosos términos:  “Hace unos años recibí una traducción de cincuenta y pico de sonetos de Los trofeos hecha por Eliseo (sic) Jiménez Sierra. No lo conozco pero después de leer su traducción lo estimo. Es una traducción excelente, rimada y en rotundos alejandrinos que revelan a un aventajado discípulo de Darío. Un modernista en la mitad del siglo, ¿no es extraño? Nada sé de Jiménez Sierra excepto que el prólogo a su traducción está fechado en 1957. Él me la envió en 1980”.

Yo tuve la dicha, acompañada de asombro, de compartir las aulas universitarias y algunas copas espumeantes con Gabriel y Ennio Jiménez Emán, sus hijos, bohemios y también poetas, como su padre, en la Universidad de Mérida de los años 1970. La literatura era y es la contextura humana y total de aquellos díscolos  y traviesos muchachos sanfelipeños.
Los volví a ver el año 2013 en la Nueva Atarigua, porque la Vieja Atarigua es parte de la infinita nostalgia de Elisio, en ocasión del Primer Concurso Literario Antonio Crespo Meléndez. No han cambiado un ápice: siguen siendo díscolos, bohemios y muy buenos poetas, como su padre.

El juicio del mono (1925)

Pareciera mentira que en Estados Unidos, el país más próspero del  mundo, que había salido fortalecido y casi indemne de la terrible e inúti...